Los relatos y vidas de Celia
miércoles, 5 de septiembre de 2018
La reencarnación
Nací el día cinco de septiembre de 1890 en un suburbio de Londres. Allí mi madre ejerció de prostituta hasta que murió de sífilis cuando yo tenía cinco años. Me había engendrado con una deformidad en la cara. Tenía el ojo derecho medio entornado, una prominente boca de pez y una frente especialmente abombada.
Al desconocer la identidad de mi padre y carecer de más familia que mi difunta madre, me encerraron en diferentes orfanatos de la caridad hasta que cumplí la mayoría de edad. Por lo general, en mi nuevo hogar sólo recibí desprecio y maltrato a causa de mi malformación por parte de otros niños y las monjas a cuyo cuidado estaba.
Pero a los trece años todo cambió para mí. De pronto las religiosas me invitaban a yacer en sus celdas y, por prodigarles ciertos favores, me premiaban luego con las mejores viandas, los jabones más perfumados y ropas nuevas o seminuevas. Me confesaban admiradas que la naturaleza me había dotado de grandes atributos y que había nacido para hacerlas felices. El caso es que yo, incluso ahora, me sentía sucio, utilizado, un ser destinado únicamente a dar placer a los demás pero a no probar jamás las mieles de llegar a ser querido por alguien. Un terrible sino. ¿Por qué? ¿Tan monstruoso resultaba a la vista del mundo? ¿Acaso la naturaleza no me había dotado también de un alma sensible, amorosa y exquisita?
Como no me habían enseñado oficio alguno, me vi impelido al salir del orfanato a ejercer las únicas artes que conocía y que ya dominaba con creces a decir de las hermanas, prioras e incluso otras féminas que habían guardado cola pacientemente en el orfanato esperando recibir por primera vez o repetir mis codiciados servicios. Eso sí, pagando previamente una cuota a las novicias de Dios que, además de servir a su Señor en alma se dedicaban con tanta o más devoción a otros menesteres más carnales y terrenales. Que por lo que parece el cuerpo y el alma no están tan reñidos.
Entre mis dones se contaba una fecundidad sin precedentes, según descubrí para mi sorpresa en el último orfanato. Pues, como me enteraría por casualidad a través de los rumores acallados que circulaban por los pasillos del hospicio, me había granjeado la fama de ser el mejor semental del país hasta el punto que se me rifaban las mujeres cuyos maridos ricos eran incapaces de preñarlas. De este modo, deduje por qué para atender determinados servicios, mis queridas monjitas me obligaban a cubrir el rostro con una bella máscara de Adonis. A veces todavía me sonrío pensando cuántos niños y niñas que pasean vestidos elegantemente por las calles de Londres en carrito o de la mano de una institutriz, serán mis hijos y cuántos se me parecerán.
Como ya he dicho acabé viviendo de la prostitución en el mismo suburbio que nací y ejerció mi pobre madre, que en paz descanse. Después de años de dedicarme a estos bajos menesteres, mi fama creció en ciertos círculos, no me faltaron, por tanto, clientas ni clientes pero curiosamente tampoco nunca me sobró el dinero ni conseguí conquistar el corazón de ninguna mujer. Únicamente se mostraban interesadas por disfrutar de mis dones y artes y, cuando ocultaba mi rostro tras una máscara, sentían sólo curiosidad por desvelar mis facciones. A decir verdad, en todos esos años de larga soledad, a nadie le pareció importarle mi persona. Hasta que un buen día o más bien una noche, cayó por mi humilde casa y burdel una dama de mucha cultura y compasión, lady Brown, que supo escuchar mis lamentos y quiso ayudarme. Por lo que me invitó a participar en una sesión de espiritismo con el fin de averiguar la razón de mi desdichado destino.
Esa noche me vestí con una levita que había alquilado lady Brown para la ocasión. Iba hecho un Apolo (aunque, claro, me abstuve de asistir con el rostro enmascarado), de un elegante y riguroso negro, incluidos el top hat o sombrero de copa y los guantes.
Cuando el espiritista preguntó quién quería participar en la tercera y última sesión, pude esta vez reunir suficiente valor para alzar aunque tímidamente mi mano enguantada. Temí por un momento que no me hubiera visto porque el hombre continuó una rato más paseando en silencio su mirada escrutadora por toda la sala. En cuanto divisó mi mano, algo temblorosa en esos instantes por la emoción que me embargaba, me interrogó con quién quería contactar y qué quería saber. Le contesté que deseaba que se comunicara con el espíritu de mi anterior vida porque me intrigaba conocer qué tipo de tropelías habría cometido para merecerme ahora una existencia tan desafortunada.
Acto seguido el espiritista se sentó nuevamente sobre una silla de enea y se interesó por saber mi fecha y lugar de nacimiento. Luego guardó silencio, como había hecho en las dos ocasiones anteriores. Los presentes volvieron a permanecer callados y a contener la respiración, preparados para escuchar una nueva revelación sorprendente.
Después de un tenso minuto de silencio, al espiritista le empezó a temblar nuevamente el bigote, como si sufriera un tic nervioso totalmente incontrolable por su voluntad. Y entonces comenzó a emitir los primeros sonidos guturales, profundos, cavernosos aunque aún indescifrables. Mientras, sus ojos se abrían y cerraban y se movían sin ton ni son, como si se encontrara en pleno sueño, mostrando cada vez que los abría el blanco de las cuencas oculares. Momento que muchos de los asistentes apartaban la mirada o cerraban los ojos.
-Espíritu de Georges en la otra vida, que feneciste el cinco de septiembre 1890, manifiéstate- clamó el hombre esta vez con su propia voz, más suave y terrenal, con un tono elevado.
Perezosamente, se fue abriendo camino la otra voz en la garganta del espiritista en forma de saludo confirmatorio de que estaba haciendo acto de presencia.
A la pregunta de cuál era su identidad, la voz gutural empezó a relatar:
-Viví en el barrio Whitechapel, un suburbio de Londres, hasta los trece años cuando mi madre, que era meretriz, murió asesinada.
-¿Cómo te llamas?- insistió en saber el espiritista.
-He pasado a la historia como Jack, Jack el Destripador - de pronto se oyó en la habitación un pequeño revuelo de exclamaciones de horror-. A la primera furcia que maté y ultrajé fue a la que decía ser mi madre – de pronto los sobresaltos y gritos de terror recorrieron la sala de extremo a extremo-. Pero dudo mucho que lo fuera. Imposible. Si no jamás la hubiera deseado. Ella fue la culpable de que violara y matara (o matara o violara) a otras prostitutas que se parecían a ella.
Por un momento la habitación se sumió en un súbito y denso silencio. Poco después resonaron las risotadas de ultratumba de Jack que hicieron temblar hasta las paredes.
-Ja, ja, ja…En verdad, desde que la maté me parecía estar viendo de nuevo a mi madre cada vez que me cruzaba con una furcia por la calle. Y sentía que tenía que poseerlas, matarlas, ensañarme con ellas. Y las asesinaba porque me atormentaba que pudieran gozar… que yo pudiera desear a mi propia madre. Por eso me arrepentía al momento y descuartizaba sus cuerpos, para no desearlas más, borrarlas de mi mente, verlas como despojos irreconocibles y poder convertirlas en objeto de mi desprecio. Y así tratar de redimir el poder que ejercían sobre mí como una de las más terribles y placenteras maldiciones. Pero cuanto más las descarnaba, más parecía que sucumbía al influjo de sus cantos de sirena.
lunes, 3 de septiembre de 2018
Besos en el Danubio
Tras dos años sin saber de Gabi, nos volvimos a encontrar este verano en la calle Mayor de nuestra ciudad. Gabi y yo nos conocimos en parvulario y fuimos amigos inseparables hasta el instituto. Mientras nos poníamos al día me di cuenta de que pese al tiempo transcurrido seguía existiendo entre nosotros la complicidad de antaño y un fuerte vínculo emocional. Yo me acababa de licenciar en biología y él tenía que recuperar en septiembre Estadística para acabar la carrera de Psicología. Ese contratiempo, no obstante, no había mermado el optimismo de mi viejo amigo y sus ganas de disfrutar a tope del verano. Como ambos llevábamos algo de prisa, Gabi me propuso quedar para el sábado siguiente en un local nocturno de copas, El Danubio, que se había inaugurado hacía pocas semanas en un polígono. Aún lo ignoraba, pero mi vida estaba a punto de dar un vuelco.
El sábado por la tarde/noche, tras
callejear por la ciudad y cenar un frankfurt en la terraza de un bareto, nos
dirigimos a El Danubio. Nada más entrar me quedé boquiabierta. Lo primero que
vi era una especie de muelle o embarcadero. Para llegar a la barra del bar y la
zona de mesas había que franquear un puente de maderos entrelazados con cuerdas.
Como era complicado mantener el equilibrio con tanta oscilación y no caer en el
foso de agua iluminada y teñida de azul por cientos de bombillas, me agarré
rápidamente a los dos pasamanos de cuerda que había a un lado y a otro de la
pasarela.
La barra, que era un viejo barco
reciclado, se iba balanceando ligeramente en el agua. La tarima de tablones de
madera que había frente a la barra para pedir las consumiciones estaba bien
fijada al suelo, por suerte. Desde allí avisté al fondo un coqueto embarcadero
y las primeras parejas que ocupaban las barcas amarradas. Pero Gabi me condujo
a otro lugar sin darme explicaciones. Y yo lo seguí como una corderita perdida
por el interior de la nave.
Lo que no me esperaba en absoluto que
para llegar a las mesas hubiera de descalzarme, lavarme los pies en una ducha
baja y ponerme una especie de calzón impermeable y desechable como mínimo dos
tallas por encima de la mía. Todo por
ser una estudiante pobre y no poder pagar el acceso al embarcadero y disfrutar
de la velada subida a una barca. Y sin mojarme ni arrugarme como una pasa. Al
salir del vestuario, miré con cierto horror y reproche a Gabi porque me había
obviado aquellos detalles y decirme que me trajera mi propio biquini. Descendí
la escalinata cabizbaja y pudorosa. De inmediato sentí cómo el agua fría iba
subiendo de los pies a los tobillos, a las pantorrillas... No pude reprimir un súbito
estremecimiento al rozarme los muslos.
De pronto Gabi me pidió disculpas y se
fue a saludar a un grupo de chicos que había sentados a una mesa cercana a la
escalera. La incomodidad de sentirme húmeda y ridícula con aquellos calzones
hizo que tardara un rato antes de reparar en uno de los jóvenes. Verlo me
provocó un instantáneo temblor de piernas y de la mano con la que sujetaba la
sangría. No podía ser. Era Joan, ese compañero tan guapo, homosexual y de
exquisitos modales del instituto. Mi amor platónico. Ese amor imposible que
siempre deseé en secreto y que me generó en la adolescencia tanta vergüenza y
culpabilidad hasta el punto de no atreverme a confesárselo a nadie o admitirlo
abiertamente, ni siquiera a Gabi, estaba ahora aquí en El Danubio. De repente a
la incomodidad que experimentaba se añadieron unas ganas imperiosas de salir
huyendo y desaparecer ipso facto del campo
óptico de Joan, aun a riesgo de hacer el ridículo luciéndome por las calles con
aquellas pintas danubianas.
Traté de disimular lo mejor que supe en
aquellos instantes para intentar no llamar demasiado la atención. Me senté con
premura en el primer poyete que me encontré. Y al hacerlo algo helado seguido
de una quemazón en la piel me sobresaltaron. Me había caído un cubito de hielo sobre
el muslo derecho. No me lo creía, cómo podía ser tan torpe.
Me entretuve un rato tratando de rescatar
al díscolo cubito del agua donde flotaba corriente abajo (llevaba tres
infructuosos intentos y mi impaciencia por atraparlo iba en aumento) mientras dilucidaba
qué demonios haría después con el hielo, si devolverlo al vaso o aguantarlo en
la mano hasta derretirse o ya no soportara más tanto frío que lo tuviera que
dejar caer de nuevo con disimulo en aquel río de mentirijillas. Pero al oír de
pronto la voz de Gabi dirigirse a mí, me
incorporé de inmediato y mis ojos se tropezaron inesperadamente con los de
Joan. Apenas entendía lo que trataba de decirme mi amigo. Creo que me quería explicar
algo así como: “ Mira a quién me he encontrado, a Joan. ¿Te acuerdas de él de
cuando íbamos al insti?”. No me dio tiempo a pronunciar ninguna respuesta. Ni
buena ni mala. Porque el tiempo de reacción de mi mente de pronto era lentísimo,
incluso inexistente o se había paralizado al igual que la expresión de mi cara,
congelada, inanimada.
Joan me miró fijamente y acercándose comentó:
“Siempre supe que acabaríais juntos porque en el insti erais almas gemelas,
inseparables”. Gabi se sonrió y contestó que nos queríamos como hermanos y que
nunca podríamos ser pareja porque sería algo así como traspasar la frontera del
incesto. Una posibilidad inconcebible, vamos. Dicho lo cual, Joan se inclinó
hacia a mí para estamparme dos besos y yo le ofrecí una mejilla. Y al ir a
girar la otra mejilla, mi boca entreabierta
se tropezó inesperadamente con sus labios húmedos, suaves pero decididos. Luego
su fina piel se separó por un momento de la mía apenas un milímetro. Sus ojos
verdes entornados me miraban ahora con un inusitado brillo e intensidad y nuestros
labios se atrajeron de nuevo pero esta vez como dos fuerzas magnéticas
irresistibles y se besaron trémulos, delicados y anhelantes una, dos y tres
veces. Por unos segundos, me asaltaron las dudas. Tal vez Joan había bebido. Sin
embargo, su aliento no lo delataba. Sus ojos tampoco mentían al igual que la
vehemencia de sus besos. Eran puro fuego. Deseo. Pasión. La ternura en mayúsculas. Y me sonreí con
cierto regusto a autoreproche por haber estado
tan errada todo este tiempo.
jueves, 11 de agosto de 2016
Penélope o Desirée
Por ti, amor, habría sido Desirée antes
que Penélope. Hubiera cerrado los ojos y me habría abandonado a los caprichos del
deseo. Así no tendría ahora que alimentarme de las migajas secas del recuerdo de
tu amor marchito.
Me habría dejado alcanzar por el rayo
fulminante de tu mirada, ensordecerme por el trueno de tu voz y promesas
varoniles, doblegarme a tu gemido arrollador. Me habría rendido a la tormenta
de la pasión, mi boca se habría fundido con tus besos de fuego y agua. Mi piel
desnuda se habría embebido de tu lluvia impetuosa. Habría caído de rodillas y
me hubiera hundido en el fango del deseo hasta desaparecer en sus arenas
movedizas. Habría ardido contigo para siempre en los vastos confines del placer.
Desirée habría devorado al fin a Penélope para poder amarte así, sin límites, condiciones
ni recelos. Habría volado libre hacia ti una y mil veces más, dando rienda
suelta a mis más profundas y oscuras pulsiones. Cualquier cosa con tal de no renunciar
a ti y a todo eso que nos dábamos que tú llamabas amor y yo, sexo.
Y es que te añoro a veces. Sólo a veces.
Siento nostalgia de aquella noche de verano algo fría en que nos amamos a la
luz de la luna tras días de flirteo. Añoranza de aquella historia de amor que
pudo ser y no fue. A veces sin querer busco en el cielo la constelación de
estrellas que titilaba en lo alto mientras el deseo estrechaba y templaba
nuestros cuerpos ateridos. Pero ni una sola vez me he vuelto a cruzar con esos
astros estáticos y expectantes. Como tampoco jamás he vuelto a ver en otro
rostro amado la misma llama que ardía aquella noche en tus ojos de plata.
Yo cedí a la pasión en busca de amor cuando
tú sólo buscabas una ventura más. Una historia de amor que no pudo ser y no fue
y que, sin embargo, cuántas veces añoro. Como a veces, cuando te sueño y me
despierto huérfana de tus besos. Como a veces, en las noches de agosto en que
tirito de frío y bajo la persiana para no mirar al cielo y no tener que
encontrarme con las lágrimas de San Lorenzo cayendo. Y para espantar el
recuerdo de aquel fragmento del poeta Mario Benedetti que me escribiste al día
siguiente que, como un funesto oráculo, predecía el fin de tus besos:
Te espero cuando miremos al cielo de
noche:
Tú allí,
Yo aquí,
Añorando aquellos días
en los que un beso marcó la despedida,
quizás por el resto de nuestras vidas.
Y me pregunto tantas veces en qué
fallamos y qué podríamos haber cambiado. Cómo habrías dejado tú de ser el
disoluto casanova y yo la fiel Penélope. Pero decidimos separarnos y permanecer
leales a nuestros ideales.
Me doy cuenta ahora que más que Penélope
fui y sigo siendo como Ulises, navegando y naufragando una y otra vez por mares
convulsos, sorteando monstruos y peligros, enfrentando tentaciones y falsas
promesas. Una persona que ha vivido en carne propia la odisea de haber zozobrado
y luchado contra tempestades, cíclopes, escilas, Caribdis, sirenas, ninfas y
circes. Y que no se rindió pese a todo porque siguió surcando los mares embravecidos
de Poseidón en busca de la isla de Ítaca, su querida patria. Fiel a sí misma,
fiel a su amor, fiel a su reino. Con la diferencia que a mí no me espera nadie
en Ítaca cada vez que miro al cielo.
También me pregunto ahora si no fuiste
más que un canto de sirena en mi travesía y que, gracias a la voluntad de
Odiseo y Penélope, evité encallar en el turbio y antojadizo destino de una
amistad peligrosa. Y es, sin duda, cuando mi mente teje estas elucubraciones
cuando dejo al fin de añorarte. A ti y a Desirée.
jueves, 28 de julio de 2016
El muro de los lamentos
Cada día una docena de alumnos de secundaria almorzaba en un banco del parque que había detrás del instituto. Una mañana uno de los chicos, Nacho, rogó silencio de pronto mientras se acercaba entre curioso y enigmático a una vieja casa deshabitada de dos plantas. Sus ventanas y puertas estaban enrejadas y tapiadas, de cuyo balcón, igualmente cegado por una capa de mortero, colgaba un gastado letrero casi inteligible escrito a mano que decía En venta. Al llegar junto a una de las dos ventanas de la primera planta arrimó un oído a la pared. Rosa y Miquel se aproximan y lo imitan. Y tras unos segundos de profundo silencio y no conseguir oír nada, Miquel proclamó histriónico y divertido:
-¡Uy, qué miedo, un hombre-lobo aullando!
-Debe ser que estamos sordos como tapias, espetó con sorna casi de inmediato Carles.
El grupo se ríe a excepción de
Nacho que vuelve a suplicar silencio uniendo las manos delante de su barbilla y
mirando hacia ellos.
-Vamos, Nacho, cuéntanos que oyes, le animó poco después María.
-Se escuchan los lamentos de un hombre que pide auxilio con un hilo de
voz. Parece muy cansado o que está ya moribundo.
Sus compañeros lo miraron entre temerosos e incrédulos antes de dirigirse
de nuevo a las aulas. Pero Nacho permaneció en el parque unos minutos más
recorriendo y golpeando la desconchada fachada de hormigón. Y comprobó que a
las súplicas del hombre se superponían los maullidos breves y tristes de un
gato. Su mirada subió hasta la segunda planta y se posó pensativa en el tejado mohoso cubierto con las florecillas
amarillas del diente de león.
Día tras día, durante una semana, Nacho sintió aquel continuo y sordo sufrimiento
hasta que una mañana se apagó de pronto. Nadie más logró oírlo, quizás por esa
razón no se atrevió a avisar a la policía. Ni siquiera en ese instante en que comprendió
muy apenado qué había sucedido dentro de aquella especie de cárcel. Tampoco fue
capaz de presentarse aquella tarde, después del instituto, en la academia de
música donde sus profesores siempre habían elogiado su extrema sensibilidad y percepción auditiva.
Al comenzar el segundo curso siguió siendo objeto de mofa por parte de
sus compañeros. Un día ante una nueva provocación de Joan, acertó a defenderse con una frase lapidaria:
-La verdad acaba viendo la luz- y a continuación añadió mirando a todos
como hechizado- si no ya veréis de aquí a seis meses cuando uno de vosotros se
cruce con la muerte.
Joan no pudiendo contenerse por más tiempo, saltó como disparado por un
resorte sobre Nacho estampándolo cual muñeco de trapo contra una pared de la
calle. Aquello fue toda una declaración pública de guerra contra Nacho a la que
se sumaría el resto del grupo.
El descolorido cartel de En venta
desapareció un día de la casa abandonada y su aspecto se fue remozando poco a
poco ante las idas y venidas de los alumnos.
En el tiempo que duró la reforma Nacho albergó en secreto el temor de
que los obreros descubrieran el cuerpo inerte de aquel moribundo y su gato cuyos lamentos oyó a lo largo de
una semana y que lo perseguían aún en forma de pesadillas. Se sucedieron los
meses y finalizaron las obras pero no trascendió pista ni noticia algunas sobre
ningún finado ni desaparecido.
Por abril corrió pronto la horrible noticia: Joan había sido arrollado
por un tren de largo recorrido a su paso por su pequeña ciudad natal. Nadie en
clase se atrevió a verbalizarlo aunque en su fuero interno no les cabía la
mínima duda que Nacho era, si no el autor, el responsable de aquella espantosa
muerte prematura.
A mediados de mayo el balcón y ventanas de la casa se colorearon de
súbito de flores primaverales. Las persianas se subían y bajaban. Tras orearse
la vivienda, las ventanas se entornaban. De vez en cuando se podía ver a una chica
regando las petunias colgantes, secar el exceso de agua que caía en el balcón.
Los ojos de Nacho escrutaban la casa y a sus inquilinos, una pareja joven
y su bebé, con una ciega obsesión no exenta de temor cada vez que pasaba por
allí o se quedaba a almorzar en el parque guardando la distancia con sus
compañeros. Le intrigaba especialmente saber si entre la familia habría también
un gato.
Para quienes lo conocían bien,
Nacho había cambiado mucho. Ahora
era solitario y retraído y hasta huraño. Vivía obcecado y torturado por el insoportable
peso de la muerte de Joan y de aquel hombre agonizante al que no se atrevió a
socorrer. En los últimos meses visitaba con regularidad a un psiquiatra, pero
no volvió a ser el mismo. A decir verdad, continuaba oyendo voces que nadie más
podía oír pese a la medicación prescrita (y que él no tomaba porque nunca dudó
de su salud mental).
Despedían el curso los estudiantes con desigual satisfacción y calificaciones,
cuando la televisión pública se hizo eco del siniestro final que había tenido Martí
Puig la semana precedente. Mientras su familia pasaba unos días en casa de sus
suegros, el hombre, de 30 años, fue asaltado en su domicilio por unos ladrones
que, después de atarlo a un sillón y robarle, le asestaron tres puñaladas que
lo sumieron en una lenta agonía. Junto al cuerpo se halló el gato de sus
vecinos, también muerto porque la puerta
del patio cerrada le impidió regresar. No hubo testigos. Nadie oyó nada a través
del doble acristalamiento y los muros aislantes de la vivienda asaltada.
-La
casa está situada detrás de un instituto de enseñanza secundaria -oyó Nacho informar
al periodista.
El chico se echó las manos a la frente y lanzando dos alaridos pudo,
al fin liberado, llorar las muertes de
Joan y Martí Puig.
El sueño de Ona
Con tan sólo veinte años de edad la fama
de Ona ya había traspasado las estrechas fronteras de la comarca que la había
visto nacer y crecer. A los ocho años tuvo el primer sueño que le reveló el
paradero de su prima desaparecida unos días antes, a la que había estado muy
unida. No es que el espíritu de los muertos desaparecidos hablaran con Ona. Se
comunicaban únicamente con imágenes del lugar y el estado en que se hallaban,
como si tras la muerte fueran capaces de hacerse selfis y remitírselos directamente al subconsciente
de Ona.
A principios de un caluroso mes de
julio, una mujer venida del otro extremo del país vestida de llanto y cansancio
tocó la puerta de la casa de la clarividente. Hacía dos meses que su hijo de
once años no había regresado después de marcharse al colegio una mañana. La
policía no lo había encontrado ni había logrado reunir ninguna pista fiable
hasta el momento. Ona ofreció a la mujer alojamiento en su casa aquella noche mientras
ella invocaba en sueños al hijo desaparecido.
De muy mañana la vidente se despertó
sobresaltada y bañada en sudor. Inmersa aún en la oscuridad de su habitación,
las imágenes oníricas que conservaba en el recuerdo bailoteaban en su mente
entre brumas confusas y entrecortadas como garabatos ininteligibles. Los sueños
aparecían velados igual que los negativos de un carrete fotográfico incompleto
y en mal estado.
La segunda noche distinguió con claridad
a un niño moreno en el fondo fangoso de una laguna, que llevaba sujeta al cuello
una gruesa cadena. Ona quiso acompañar a la desolada madre a buscar el cuerpo de
su hijo. Su intuición y nuevos sueños la
guiaron finalmente hasta un lago situado a un centenar de quilómetros del
domicilio de la residencia habitual de la familia Rueda Blasco.
Los padres del niño fletaron una barca y
remaron hacia donde Ona les iba indicando.
La muchacha se mostraba esa mañana especialmente inquieta y temerosa,
mirando de continuo en todas direcciones. De camino al lugar exacto, la
embarcación de cuatro plazas se ladeó por un momento tras chocar contra un
neumático que sobresalía apenas de la superficie. Y en el breve vaivén Ona cayó
al agua. Empezó a agitar con desesperación brazos y piernas y a suplicar
auxilio. Y al acercarse el hombre e ir a cogerla de una mano, Ona se hundió en el
profundo sumidero de sus aguas oscuras. El padre del niño se zambulló en el
agua de inmediato y fue a su rescate. Durante la segunda de las diez inmersiones
que llegó a realizar, salió a la superficie el vestido blanco de Ona, encadenando
a su alrededor círculos de diferentes tamaños. La prenda resplandecía bajo la
luz del sol con un intenso color blanco níveo e inmaculado.
La joven murió ahogada como había
vaticinado en un sueño la noche precedente pero hasta el día de hoy la policía
científica sólo ha podido rescatar e identificar el cuerpo sin vida del niño y
esclarecer las circunstancias de su muerte. El joven y un amigo en lugar de ir
al colegio decidieron pasar la mañana de su desaparición en la cercana finca
del padre de su amigo. Animado por éste, el niño quiso lidiar una vaquilla sin
control sanitario de la que recibió una cornada mortal en el pecho. Al avisar
al padre que había muerto, éste trasladó al lago el cuerpo del niño y lo arrojó
al agua atándole al cuello la cadena del perro que vigilaba su finca.
En cuanto a Ona hay gente que asegura que
nunca murió. Nadie ha vuelto a verla pero desde que se hundió en el lecho de
lodo aquella mañana, familiares, amigos y amantes de desaparecidos se acercan a
la orilla del lago a llorarlos. Y cuentan que basta que caiga una sola lágrima de
las derramadas en el estanque donde yace el alma de Ona para que esa misma
noche sueñen con su ser querido y les revele su paradero para que vayan a
buscarlo y puedan al fin enterrarlo en
paz.
martes, 21 de junio de 2016
Lo sublime
Toni aún soñaba con ser algún día poeta. Componer poemas al estilo de los escritores del siglo de Oro, como Lope de Vega o Góngora. Captar y retener para siempre en un soneto el bello cantar y el aleteo de una avecilla, versificar el delicado perfume de su amada. Lograr en invierno el milagro de despertar la primavera con sus flores vistosas, sus pájaros y mariposas revoloteando. Espantar, e incluso desterrar definitivamente, la melancolía evocando la imagen siempre perenne de árboles en flor mirándose en el agua clara de un riachuelo en una mañana fresca y soleada. Transmitir al lector lo sublime, conseguir hacerle olvidar lo cotidiano y tedioso de la vida moderna.
Hacía quince años que su trabajo de vendedor en unos grandes almacenes
consumía gran parte de su existencia. Y el descanso de las largas jornadas le
robaba muchas horas de su tiempo de ocio. Pero su vida interior, ese espacio
invisible y acorazado donde seguía siendo libre, sabía que nada ni nadie se la
podrían arrebatar.
Tras haberse licenciado en filología clásica, un primo suyo lo colocó con
veinticuatro años en el centro comercial. Dos años más tarde, se casaría con su
novia del instituto, María José. Ahora casi rozando la cuarentena, continuaba
siendo un hombre de amores y costumbres estables aunque de espíritu inquieto. Se
diría que su mente era una fragua de ideas y sueños incesante como si imaginar
constituyera el motor de su existencia o su vida misma. Era una fuerza ciega y dominante,
en cualquier caso superior a los dictámenes de su propia voluntad.
Los hijos nunca llegaron y su día a día junto a María José se le antojaba
anodino. Pero esa mañana de mayo se sentía agradecido a la vida. Una vida que palpitaba
dentro de su ser tan pródiga, generosa y exultante como la primavera que
acababa de ver la luz. Nada más levantarse llamó a su empresa para comunicarle
que se encontraba indispuesto y que volvería al trabajo en unos días.
Ni siquiera de joven fue lo que se dice un hombre de acción. Sin embargo,
ese miércoles preparó un poco de comida, cogió una hamaca, una toalla y una
libreta y bolígrafo y se montó en su Citroën.
Recorrió cientos de quilómetros en dirección a Girona, se desvió por un
camino de tierra y se detuvo a la sombra de una haya. Bajó al río cargando con
todos los bártulos y acampó sobre la aún fresca y húmeda hierba. Todo estaba en
silencio, sumido en una serena calma. Se estiró en la hamaca y se puso a contemplar
satisfecho el inmenso cielo azul despejado de nubes y de los tachones de humo
que dejan sobre él el paso de aviones. Y poco a poco sus párpados se cerraron.
Al despertar de pronto sus ojos de color verde oliva escrutaron nerviosos
la hilera de hayas que bordeaba la orilla. Sentía la presencia acechante de
alguien que permanecía oculto tras la barrera de troncos. Sin atreverse a
mover, estudió de arriba abajo cada uno de los árboles, escudriñó sus pies
cubiertos de hierba y camomila acariciados por una sutil brisa. Buscó y buscó
en vano sin dejar de sentir sobre él el lastre helador de aquellos ojos invisibles
y amenazantes.
Observaba expectante y temeroso entre las ramas más altas cuando experimentó
de repente una punzada en el brazo y vio moverse rápidamente algo oscuro y
pequeño que tras saltar en uno de los reposabrazos de su tumbona desapareció sin
dejar rastro. Se tocó el brazo. Le dolía igual que una picadura de avispa.
Contrariado se lo miró y vio que de la pequeña herida brotaba un hilo de
sangre. Se levantó y se la cubrió con tierra húmeda, y al ir a sentarse, el
brazo se le entumeció y, poco después, se quedó inmovilizado. No quiso perder
la calma, enturbiar el remanso de paz que se había propuesto vivir ese día
junto al río. De súbito el manso silencio se manchó de ladridos y de lo que
parecía el galope sostenido de una caballería alejándose. Toni empezó a
palidecer, su frente transpiraba un sudor frío al advertir que además del brazo
se le paralizaban el cuello, la otra extremidad superior, y finalmente el
tronco y las piernas. Le fue imposible girar la cabeza cuando presintió que alguien
o algo se acercaba por detrás de la hamaca. Hizo un esfuerzo denodado por ver u
oír algo. Lo que fuera, una presencia, una sombra tal vez. Pero sólo halló
oscuridad, una negrura voraz que engulló también su conciencia.
Al volver en sí, por un momento miró a su alrededor. Se sentía desorientado.
La idílica estampa del río y su verde ribera se habían evaporado del paisaje.
Se encontraba solo en un lugar ignoto, desconocido. A lo lejos el horizonte
perfilaba la sólida y formidable estructura de un castillo y sus murallas asomándose
sobre un discreto otero en cuya atalaya ondeaba una bandera de color verde. Desde
aquella distancia Toni no pudo discernir si portaría algún escudo real o
nobiliario. No hizo ningún gesto por miedo a que sus miembros no le respondieran.
Oteó de nuevo la fortificación tratando de hacer memoria y ponerle un nombre
que finalmente no acertó a encontrar.
Toni se hallaba en el margen de un camino que conducía hasta el castillo.
No queriendo incorporarse todavía, sus ojos viraron por los cuatro puntos
cardinales, y más tarde, de abajo arriba. Aunque se había prohibido así mismo
hacerlo, su miraba por fin se detuvo sobre la herida que se había hecho en el
brazo. Y mientras la inspeccionaba con preocupación dio un respingo al percibir
de pronto la voz de una mujer que apoyaba una mano sobre su hombro. No supo que
lo sorprendió más, comprobar que su miembro había recuperado la sensibilidad o
la inquietante aparición de aquella anciana de pelo cano, revuelto y cubierto
de agujas de pino. Observó que era enana, de caderas prominentes. Una mujer
singular, pintoresca sin duda. A quien menos se hubiera esperado encontrar en
ese instante en que andaba más perdido que nunca.
La anciana se inclinó hacia él y le acercó a los labios una vasija
rudimentaria de forma cóncava y de textura leñosa. Toni sorbió el líquido sin
hacer preguntas. Estaba muy confuso. No comprendía qué estaba sucediendo. Segundos
después sintió que los ojos le pesaban de nuevo y que la figura de la mujer se iba
desvaneciendo al igual que su voluntad por permanecer despierto.
No supo cuánto tiempo habría dormido cuando un estremecimiento recorrió
su espalda. Sentía mucho frío, la humedad le calaba los huesos. Comenzó a
tiritar. Sus párpados se abrieron pero no consiguió distinguir nada que no
fuera una densa oscuridad y vacío. Una suerte de terror se adueñó de sí. Se mostraba
cada vez más aturdido, embotado. Intentó pensar en vano. Al sonido del castañeteo
de sus dientes se añadió poco después el de unos pasos acercándose despacio, muy
despacio como si se arrastraran con mucha dificultad. Unas pisadas que se
detuvieron al cruzarse con él. Sintió un golpe seco, como si algo le cayera encima. Se estremeció y
encogió todo su cuerpo al oír el impacto pero inexplicablemente nada logró
alcanzarlo. Luego escuchó unos gemidos y una respiración entrecortada muy próxima
que pronto se convirtió en una lluvia incesante de sollozos desesperados,
tristísimos. La mujer, porque quien lloraba sin duda era una joven, lanzó inesperadamente
un alarido desgarrador al mismo tiempo que algo volvía a impactar por encima de
la cabeza de Toni sin llegar a tocarlo como si hubiera chocado contra un
cristal. Al llanto de la joven, se fueron acoplando las pisadas de una
muchedumbre, murmullos y conversaciones cada vez más abigarradas y próximas. Únicamente
lloraba aquella primera mujer. Algunos de los presentes dondequiera que
estuviera Toni reían incluso.
Transcurrieron horas tal vez, quizás las veinticuatros horas de todo un
día y las voces se apagaron a excepción del
llanto de la mujer, que no se había movido de su lado sin que Toni pudiera
verla ni rozarla siquiera. Sin embargo, tenía el pálpito de que la conocía. Ansiaba
contemplarla, reconocerla. Poder consolarla, amarla. Luchó obstinado porque sucediera
el milagro de poder abrir de nuevo los ojos, articular los dedos de las manos,
escapar de aquel estado de inmovilidad, de aquella profunda oscuridad, sólo
soportable por la compañía de aquella mujer desconsolada y fiel. Tras horas de
infructuosos intentos, sus manos adquirieron de súbito el don del movimiento, las
falanges de sus dedos se flexionaban y se extendían de nuevo. Sus pupilas volvieron
a ser capaces de captar la luz. Una luz tan radiante como aquella última mañana
de mayo que se coló por el balcón de su casa y más tarde vislumbraría en el río.
Y la caja de cristal en la que yacía proyectó sin obstáculo los rayos solares
que se filtraban a través de los ventanales de la gran sala ostentosamente
decorada, que luego supo que se trataba de una capilla. Y también pudo contemplar por fin el bello
rostro anegado de lágrimas de la joven mujer y el ramo de flores que había
depositado sobre el ataúd. Sin duda la conocía. Era María José, su mujer, que
lucía los ropajes suntuosos y ademanes refinados de una princesa. Arrobado de
pronto por un inmenso amor hacia ella, le brotaron de los ojos lágrimas
emocionadas y la llamó por su nombre a través del cristal que los separaba. Pero
no respondía. Probó una vez más llamando con los nudillos. Pero en lugar de
socorrerle, la joven le dio la espalda y se dirigió lenta y cabizbaja hacia el
otro extremo de la sala. Toni golpeó el ataúd con más fuerza e insistencia
mientras gritaba el nombre de María José. En el instante en que la mujer
franqueó la puerta y ésta se cerraba tras ella, el hombre se quedó sin aire. Se
revolvió con furia dentro de su caja. Pero por un momento se detuvo. Le pareció
haber escuchado al fin, a lo lejos, a María José. Su voz era cada vez más clara.
Sonaba en sus oídos como un dulce mantra. Como el más bello poema de amor de
Quevedo. Sin embargo, de pronto se esfumó todo, la sala, la urna de cristal y
María José y se impuso la machacona monotonía musical de su teléfono móvil. Toni
lo descolgó absolutamente desorientado. Se trataba de su jefe. Quería saber por
qué no se había presentado ese día en su puesto de trabajo. Toni logró
balbucear que ya había llamado dando el aviso. Sin embargo, nadie de la oficina
dijo haberlo recibido. Tras colgar, se encontró de pronto con su rostro
reflejado en el espejo de su habitación. Sin duda, tenía muy mal aspecto. La
palidez de un enfermo. Se tocó la frente. Parecía que tenía fiebre. Miró a su alrededor pensativo, con cierta
inquietud. Y lo segundo que se encontró esa mañana fue la bandeja en su mesilla
con el desayuno que le preparaba a diario María José. Sonrió al pensar en ella.
En cómo se había dado cuenta de lo mucho que la amaba. Pero a diferencia de otros
días esa mañana había un sobre apoyado sobre la taza de su café con leche. Olió
el sobre antes de abrirlo. El perfume que desprendía volvió a evocarle la mujer
de su vida, María José.
“Cariño, me marcho. Lo nuestro ha llegado a su fin. Te deseo todo lo
mejor.
María José, decía la escueta nota.
El papel se le cayó de la mano mientras su mirada corría en dirección al armario.
Había dos puertas abiertas y advirtió que su interior estaba vacío. Cerró los
ojos, se derrumbó sobre la cama y por unos minutos ahogó en lágrimas sus
sueños.
jueves, 25 de junio de 2015
Y el deseo se hizo carne
Yo era de esa clase de niñas soñadoras que recolectaban conchas en verano y bailaban a escondidas en el patio de casa. De aquellas niñas que en la alborada de su adolescencia emulaban a las Mamachicho. De esas chicas que descubren un día que su vecino la espía. Que me espía no sólo cuando bailo en el patio de mi casa de verano. Si no también mientras camino por el paseo marítimo, me siento a tomar un refresco en algún chiringuito, me bronceo y baño en la playa o me pierdo de noche por algún pueblo cercano que celebra sus fiestas patronales. Pero lejos de violentarme el control remoto que Marcelo parecía ejercer sobre mí yo me mostraba segura y extrañamente coqueta.
Ahora soy de esas mujeres entrada en los cuarenta, divorciada, con dos hijos, que conserva en naftalina un puñado de sueños y algunas conchas viejas en la casa familiar de la costa andaluza que atestiguan un tiempo pasado feliz. Es agosto y nuestro taxi se detiene en ese punto exacto de mi memoria infantil. Al salir me faltan manos. Portar un par de maletas y bregar al mismo tiempo con Isma y Marta, de 7 y 5 años, bajo un sol de justicia supera el límite de mi aguante. Me detengo unos segundos a mitad de camino para coger aire cuando de pronto cae sobre mí el peso acuciante, protector de unos ojos conocidos. Me resisto a levantar la mirada. Tal vez la imaginación, el recuerdo o quién sabe el cansancio, el hartazgo del presente han vuelto a activar el reflejo automático aprendido hace tantos años.
Supe que se trataba de Marcelo un par de días más tarde cuando coincidimos en las fiestas del pueblo vecino. Surgió de súbito entre el gentío, las casetas de pinchos morunos, la neblina y el estruendo de las tracas de pólvora. Lo miré muy sorprendida y algo sofocada. Nos saludamos e intercambiamos a gritos unas palabras. Logro entender que se ha separado y que sus hijos viven con su ex mujer. Han pasado veintiocho años desde el último verano que nos vimos. A los catorce años se enroló en sucesivas campañas estivales de excavaciones arqueológicas, al principio terrestres y luego submarinas.
Hablamos tan cerca que puedo sentir el hálito caliente de sus palabras, su olor a cerveza, el cosquilleo de sus vibraciones en mi oído. Su proximidad empieza a resultarme excitante y peligrosa. Por un momento el leve contacto de su vello con mi brazo hace que salten chispas de mi piel. Aparto el brazo rápidamente abrumada por el deseo contradictorio de dejarme seducir y de escapar al mismo tiempo. Doy un paso atrás y me cruzo con sus ojos. Unos ojos negros aún más profundos bajo la luz de la luna y la humareda de la pólvora. Una mirada que me llama a voces, que me tienta, me cautiva. No puede ser, me digo, me repito a mí misma y me despido torpe, abruptamente. Tropiezo con la gente mientras busco con ansiedad a mi prima para que me lleve de vuelta a casa.
La mañana del martes salgo a correr por la playa. De regreso por la avenida principal Los Pinos su mirada gitana se desploma sobre mí desde lo alto como el rayo más luminoso y fulminante de la mañana. Miro con disimulo y lo localizo reclinado sobre la barandilla azul de la casa de sus padres en la misma postura que lo recordaba cuando me espiaba bailando. Sabe que le observo porque de pronto se inclina un poco más acodándose en la baranda y silba mientras enfilo cansada la calle Cruces, abro y cierro el pestillo de la verja de casa.
Nuestros caminos confluyen la mañana siguiente por la pineda que conduce al paseo marítimo. Corremos un rato en paralelo, acompasados sin decirnos nada. Mi respiración se acelera y siento flato pero continúo corriendo. Al llegar a la playa me refresco la cara en una ducha y me seco con el borde sudado de la camiseta. Me suelto la coleta. Balanceo el pelo de un lado a otro, aliviada, liberada. Los ojos de Marcelo se clavan en mi camiseta empapada y luego se cuelan por el escote. Me cruzo de brazos un tanto ruborizada mientras nuestros pasos horadan la arena. A estas horas la playa está prácticamente desierta de bañistas.
Al llegar a la orilla nos descalzamos y seguimos caminando dejándonos sorprender por el frío batir de las olas. Esquivamos poco después entre risas los hilos transparentes de un par de cañas de pescar separadas apenas un metro y medio la una de la otra. Habríamos recorrido un quilómetro cuando arribamos al final de la playa, donde el agua se recoge en el recodo íntimo de una cala. Marcelo corre de pronto jovial y espontáneo como el niño que un día conocí. Se detiene frente a la roca grande amurallada de la caleta, se agacha y palpa la piedra por debajo del agua buscando probablemente mejillones entre sus oquedades. Sin levantarse, me dice alegre y lacónico:
-¿Te acuerdas?
Por unos instantes nuestros ojos destellan al recobrar la ilusión de cuando éramos niños y adolescentes y veníamos a coger mejillones y cuantos tesoros enterrara la arena, arrastrara el mar a la orilla o anidara en la roca. Claro que me acordaba Eran pedazos de mí que aún vivían en la memoria. De aquellas expediciones marinas conservaba además tres conchas y un guijarro blanco perforado que me había regalado Marcelo el último verano. Una piedra que se deshacía como el polvo por las hendiduras del tiempo. Por la larga espera.
Arrastrada por su entusiasmo y la evocación de aquellos lejanos días compartidos me acerqué y me uní a él en la tarea de hallar moluscos. Apenas había y los que encontramos eran minúsculos, benjamines. El turismo masivo y la pesca furtiva de las últimas décadas provocaban esos efectos dañinos sobre el ecosistema. Exhalé un suspiro de desilusión y añoranza. Viendo Marcelo que la tristeza nublaba por un momento la expresión de mi cara, añadió:
-El mundo cambia. La vida es devenir. El tiempo fluye pero siempre queda algo de su paso, su huella indeleble. Queda el cauce de nuestra memoria que vuelve a llenar el río de agua, guijarros y truchas, de juncos su orilla y de ninfas y seres imaginarios su fondo.
Aparté la mirada por temor a que vislumbrara en ella la tonta fantasía, la ridícula nostalgia que abrigaba desde la adolescencia de llegar a querernos algún día. Porque Marcelo estaba en lo cierto: hay parte del pasado y de los sueños que no mueren jamás. Que incluso pueden ser tan poderosos y reales o más que el presente. Yo, coleccionista de caracolas, me reconocí enseguida en esa bella y turbadora imagen de buceadora de tiempos y sueños.
Mi incomodidad porque pudiera descubrir mi secreto me apremió de pronto a dar media vuelta y desandar el camino recorrido. No habría dado más de un par de pasos cuando me incliné a recoger de la arena una concha moteada. Y me detuve a inspeccionarla con aire admirativo de espaldas a Marcelo. De súbito todo mi cuerpo se estremeció al sentir el contacto de sus manos frías y húmedas sobre mis hombros desnudos y ardientes. Los acarició durante unos segundos sin prisas, con suavidad. Yo me quedé inexplicablemente petrificada como si la amalgama de arena, agua y salitre hubiera fundido mis pies en una peana invisible. El aliento cálido y subyugante de Marcelo erizaba la piel de mi nuca, cuello, espalda al mismo tiempo que la brisa marina revolvía mi cabello y lo salpicaba de gotas de agua.
No sé cómo de repente me giró igual que una peonza y, cediendo al peso del deseo, caímos en la arena, abrazados, uno encima del otro. Nuestros labios se encontraron y besaron sensuales, perezosos, sin urgencia. Sentía su pecho palpitar sobre mí, el frenesí de la pasión anunciándose, el hormigueo rugoso de la arena crujiendo en mi espalda. Sin dejar de explorar mi boca, Marcelo me acarició el brazo y luego quiso entrelazar su mano a la mía. Pero yo seguía inexpugnable con el puño cerrado aferrando la concha que había encontrado, protegiendo mi tesoro. Con amorosa y paciente constancia logró que abriera cada uno de mis cinco dedos. Y arrebatándome el caparazón del bivalvo lo arrojó de pronto al mar.
Contrariada desvié la mirada por unos segundos hacia el horizonte azul esquivando la boca ávida de Marcelo. Pero él deslizó su lengua suave y húmeda por mi cuello venciendo mi resistencia una vez más. Ahora quería fundirme en sus labios, sus brazos, su cintura con la vehemencia, la furia de un caballo salvaje liberado tras un largo cautiverio. Mis labios se deleitaron en su frente, sus mejillas, sus párpados entrecerrados. Y luego recorrieron su mentón recién rasurado, su vigoroso y ancho cuello con sabor a mar. Me perdí durante un rato en el nacimiento de su pecho terso, sin apenas vello y más bien corpulento. Mi boca, mis ojos, mis manos ansían continuar explorando, sentir cada milímetro del cauce de su cuerpo. Adentrarse por primera vez en su selva virgen, el jardín prohibido de Marcelo como si el paraíso, la única felicidad posible en ese instante, se concentrara en su cuerpo. Beber de su boca, mordisquear el lóbulo de su oreja, tierno y sensible, dibujar con la lengua el delicado redondel de su ombligo. Descubrir un lunar justo encima constituye para mí en esos instantes una fuente inagotable de placeres insospechados, de dulzura y sensualidad innombrables. Sus brazos de pronto me acogen firmes y amorosos y me dejo acurrucar en el regazo de su pecho. Mi piel respira su aliento cálido y ubicuo como la brisa marina. Mis manos se deslizan por el hueco de su cintura y se hunden en la profundidad de sus nalgas que semejan rocas cubiertas de algas suaves sumergidas en el fondo del mar.
A la curiosidad y necesidad de conocer a Marcelo, le siguió el imperioso deseo de unirme a él en carne y en espíritu. Me apreté contra él. Quería sentirlo tan cerca como mi propia piel. Romper las últimas fronteras que separaban nuestros cuerpos. La frontera de nuestra epidermis para que su piel fuera mi piel. Que su hálito se confundiera con mi hálito, que mi boca exhalara sus gemidos. Pero antes de que el deseo extinguiera la última pavesa que alumbraba mi razón y dejarme arrastrar hacia la más absoluta de las locuras, mi mente garabateó una rápida composición de lugar y situación. Estábamos en la playa a la vista de los primeros bañistas del día, muchos de ellos acompañados de menores. Marcelo captando al momento mi repentina conciencia de vergüenza me alzó inesperadamente en brazos. Yo hundí mi rostro en su torso sabiendo de antemano adónde me llevaba. Su respirar ya de por sí agitado resollaba en mi oído mientras se alejaba de la playa y su hipnótico murmullo. Empecé a cubrirle de besos cuando ascendía, como yo había anticipado, por el cerro. Besos por la piel delicada de su cuello, besos en su hombro, su tórax pétreo y erizado por el sobreesfuerzo y la excitación. Besos, un océano de besos en su boca exhausta pero insaciable y jugosa.
Una vez en lo alto del cerro, recorrió con dificultad los últimos cincuenta metros. Después agachándose se dispuso a entrar conmigo en brazos en la cueva que de niños nos servía de refugio y lugar de juego. Por mucho cuidado y atención que puso en el empeño, mi pie izquierdo rozó la pared rasposa de la roca. Me quejé riendo y él tambaleante e hilarante estuvo a punto de dejarme caer de bruces.
Me recuesta sobre la tierra batida y me besa mirándome a los ojos bajo la tenue e íntima luz que se cuela por la recoleta gruta. Sus besos son tranquilos, sensuales, exploradores, intensos. Yo me impregno poco a poco de sus labios, de la textura suave y húmeda de su piel, su sabor, su olor a sudor y mar salada. Me recreo en su labio inferior, viajo de una comisura a otra, sintiendo el calor, el fuego de toda la superficie de su piel entregada, inflamada por el deseo y el amor. Las yemas de mis dedos delinean el contorno de su boca exuberante, recorren tranquilas cada una de las líneas verticales que la franquean, rastrean con deleite todos los caminos que confluyen en su boca, esa fuente y sumidero inagotable de placer y regocijo. Y luego lo beso con extrema dulzura asiéndolo por el mentón, acercándolo un poco más hacia mí. Acoto y sello el perfil de su boca, sus labios, los caminos trazados, recién aprendidos por mis dedos. Rozo su perilla y un estremecimiento me incita, me apremia a besarlo con más ímpetu, imperativamente.
Lo miro durante un instante sobrexcitada, enfebrecida por su contacto tan próximo, por mi sed desbocada, por el deseo quemando en sus ojos. Y él sin dejar de mirarme, se desprende de su camiseta, la dobla y solícito y amoroso me la coloca como almohada. Se reclina y siento su olor sobre mí, su torso resplandeciente, sudoroso y bello mientras se acomoda en mi cadera, en la cavidad de mi vientre. Lo abrazo y le acaricio la espalda, el hueco bien definido y firme de su cintura. Mis manos después se dirigen decididas hacia las suaves y sólidas mesetas de sus nalgas y masajean su redondez. Noto cómo su deseo va creciendo bajo mi abdomen. Me muestro confiada, libre para amarle sin ataduras, sin tapujos. Porque este encuentro y los tres sucesivos que tendríamos para mí son mucho más que meros escarceos. Marcelo transciende lo meramente físico. Es carne y espíritu.
Marcelo residía en Alicante y viajaba mucho por España y el extranjero impartiendo conferencias sobre arqueología submarina. Precisamente el sábado siguiente partía para Gijón. Una lástima porque aparte del placer que compartimos, sabía que de un modo u otro había amado a ese hombre desde el día, ya lejano, que lo sorprendí espiándome. Desde aquella tarde que nos despedimos me acompañaría la sospecha de que los sueños, en caso de materializarse, sólo se cumplen una vez. Que el deseo se hace carne y espíritu una vez en la vida. Porque en medio de las promesas románticas que declaramos al viento y al oleaje, tuve el pálpito de que tardaríamos muchos años en volvernos a ver de nuevo. Pero supe que nunca olvidaría lo que vivimos juntos aquel verano, que la voluntad de mi memoria se rebelaría contra las leyes inexorables del tiempo, ese tiempo que al devenir pasado se proclama olvidadizo, se rebela siempre fugitivo, huero como el interior de mis conchas y esas piedras que se empeñan en deshacerse y desaparecer un día definitivamente.
Ahora soy de esas mujeres entrada en los cuarenta, divorciada, con dos hijos, que conserva en naftalina un puñado de sueños y algunas conchas viejas en la casa familiar de la costa andaluza que atestiguan un tiempo pasado feliz. Es agosto y nuestro taxi se detiene en ese punto exacto de mi memoria infantil. Al salir me faltan manos. Portar un par de maletas y bregar al mismo tiempo con Isma y Marta, de 7 y 5 años, bajo un sol de justicia supera el límite de mi aguante. Me detengo unos segundos a mitad de camino para coger aire cuando de pronto cae sobre mí el peso acuciante, protector de unos ojos conocidos. Me resisto a levantar la mirada. Tal vez la imaginación, el recuerdo o quién sabe el cansancio, el hartazgo del presente han vuelto a activar el reflejo automático aprendido hace tantos años.
Supe que se trataba de Marcelo un par de días más tarde cuando coincidimos en las fiestas del pueblo vecino. Surgió de súbito entre el gentío, las casetas de pinchos morunos, la neblina y el estruendo de las tracas de pólvora. Lo miré muy sorprendida y algo sofocada. Nos saludamos e intercambiamos a gritos unas palabras. Logro entender que se ha separado y que sus hijos viven con su ex mujer. Han pasado veintiocho años desde el último verano que nos vimos. A los catorce años se enroló en sucesivas campañas estivales de excavaciones arqueológicas, al principio terrestres y luego submarinas.
Hablamos tan cerca que puedo sentir el hálito caliente de sus palabras, su olor a cerveza, el cosquilleo de sus vibraciones en mi oído. Su proximidad empieza a resultarme excitante y peligrosa. Por un momento el leve contacto de su vello con mi brazo hace que salten chispas de mi piel. Aparto el brazo rápidamente abrumada por el deseo contradictorio de dejarme seducir y de escapar al mismo tiempo. Doy un paso atrás y me cruzo con sus ojos. Unos ojos negros aún más profundos bajo la luz de la luna y la humareda de la pólvora. Una mirada que me llama a voces, que me tienta, me cautiva. No puede ser, me digo, me repito a mí misma y me despido torpe, abruptamente. Tropiezo con la gente mientras busco con ansiedad a mi prima para que me lleve de vuelta a casa.
La mañana del martes salgo a correr por la playa. De regreso por la avenida principal Los Pinos su mirada gitana se desploma sobre mí desde lo alto como el rayo más luminoso y fulminante de la mañana. Miro con disimulo y lo localizo reclinado sobre la barandilla azul de la casa de sus padres en la misma postura que lo recordaba cuando me espiaba bailando. Sabe que le observo porque de pronto se inclina un poco más acodándose en la baranda y silba mientras enfilo cansada la calle Cruces, abro y cierro el pestillo de la verja de casa.
Nuestros caminos confluyen la mañana siguiente por la pineda que conduce al paseo marítimo. Corremos un rato en paralelo, acompasados sin decirnos nada. Mi respiración se acelera y siento flato pero continúo corriendo. Al llegar a la playa me refresco la cara en una ducha y me seco con el borde sudado de la camiseta. Me suelto la coleta. Balanceo el pelo de un lado a otro, aliviada, liberada. Los ojos de Marcelo se clavan en mi camiseta empapada y luego se cuelan por el escote. Me cruzo de brazos un tanto ruborizada mientras nuestros pasos horadan la arena. A estas horas la playa está prácticamente desierta de bañistas.
Al llegar a la orilla nos descalzamos y seguimos caminando dejándonos sorprender por el frío batir de las olas. Esquivamos poco después entre risas los hilos transparentes de un par de cañas de pescar separadas apenas un metro y medio la una de la otra. Habríamos recorrido un quilómetro cuando arribamos al final de la playa, donde el agua se recoge en el recodo íntimo de una cala. Marcelo corre de pronto jovial y espontáneo como el niño que un día conocí. Se detiene frente a la roca grande amurallada de la caleta, se agacha y palpa la piedra por debajo del agua buscando probablemente mejillones entre sus oquedades. Sin levantarse, me dice alegre y lacónico:
-¿Te acuerdas?
Por unos instantes nuestros ojos destellan al recobrar la ilusión de cuando éramos niños y adolescentes y veníamos a coger mejillones y cuantos tesoros enterrara la arena, arrastrara el mar a la orilla o anidara en la roca. Claro que me acordaba Eran pedazos de mí que aún vivían en la memoria. De aquellas expediciones marinas conservaba además tres conchas y un guijarro blanco perforado que me había regalado Marcelo el último verano. Una piedra que se deshacía como el polvo por las hendiduras del tiempo. Por la larga espera.
Arrastrada por su entusiasmo y la evocación de aquellos lejanos días compartidos me acerqué y me uní a él en la tarea de hallar moluscos. Apenas había y los que encontramos eran minúsculos, benjamines. El turismo masivo y la pesca furtiva de las últimas décadas provocaban esos efectos dañinos sobre el ecosistema. Exhalé un suspiro de desilusión y añoranza. Viendo Marcelo que la tristeza nublaba por un momento la expresión de mi cara, añadió:
-El mundo cambia. La vida es devenir. El tiempo fluye pero siempre queda algo de su paso, su huella indeleble. Queda el cauce de nuestra memoria que vuelve a llenar el río de agua, guijarros y truchas, de juncos su orilla y de ninfas y seres imaginarios su fondo.
Aparté la mirada por temor a que vislumbrara en ella la tonta fantasía, la ridícula nostalgia que abrigaba desde la adolescencia de llegar a querernos algún día. Porque Marcelo estaba en lo cierto: hay parte del pasado y de los sueños que no mueren jamás. Que incluso pueden ser tan poderosos y reales o más que el presente. Yo, coleccionista de caracolas, me reconocí enseguida en esa bella y turbadora imagen de buceadora de tiempos y sueños.
Mi incomodidad porque pudiera descubrir mi secreto me apremió de pronto a dar media vuelta y desandar el camino recorrido. No habría dado más de un par de pasos cuando me incliné a recoger de la arena una concha moteada. Y me detuve a inspeccionarla con aire admirativo de espaldas a Marcelo. De súbito todo mi cuerpo se estremeció al sentir el contacto de sus manos frías y húmedas sobre mis hombros desnudos y ardientes. Los acarició durante unos segundos sin prisas, con suavidad. Yo me quedé inexplicablemente petrificada como si la amalgama de arena, agua y salitre hubiera fundido mis pies en una peana invisible. El aliento cálido y subyugante de Marcelo erizaba la piel de mi nuca, cuello, espalda al mismo tiempo que la brisa marina revolvía mi cabello y lo salpicaba de gotas de agua.
No sé cómo de repente me giró igual que una peonza y, cediendo al peso del deseo, caímos en la arena, abrazados, uno encima del otro. Nuestros labios se encontraron y besaron sensuales, perezosos, sin urgencia. Sentía su pecho palpitar sobre mí, el frenesí de la pasión anunciándose, el hormigueo rugoso de la arena crujiendo en mi espalda. Sin dejar de explorar mi boca, Marcelo me acarició el brazo y luego quiso entrelazar su mano a la mía. Pero yo seguía inexpugnable con el puño cerrado aferrando la concha que había encontrado, protegiendo mi tesoro. Con amorosa y paciente constancia logró que abriera cada uno de mis cinco dedos. Y arrebatándome el caparazón del bivalvo lo arrojó de pronto al mar.
Contrariada desvié la mirada por unos segundos hacia el horizonte azul esquivando la boca ávida de Marcelo. Pero él deslizó su lengua suave y húmeda por mi cuello venciendo mi resistencia una vez más. Ahora quería fundirme en sus labios, sus brazos, su cintura con la vehemencia, la furia de un caballo salvaje liberado tras un largo cautiverio. Mis labios se deleitaron en su frente, sus mejillas, sus párpados entrecerrados. Y luego recorrieron su mentón recién rasurado, su vigoroso y ancho cuello con sabor a mar. Me perdí durante un rato en el nacimiento de su pecho terso, sin apenas vello y más bien corpulento. Mi boca, mis ojos, mis manos ansían continuar explorando, sentir cada milímetro del cauce de su cuerpo. Adentrarse por primera vez en su selva virgen, el jardín prohibido de Marcelo como si el paraíso, la única felicidad posible en ese instante, se concentrara en su cuerpo. Beber de su boca, mordisquear el lóbulo de su oreja, tierno y sensible, dibujar con la lengua el delicado redondel de su ombligo. Descubrir un lunar justo encima constituye para mí en esos instantes una fuente inagotable de placeres insospechados, de dulzura y sensualidad innombrables. Sus brazos de pronto me acogen firmes y amorosos y me dejo acurrucar en el regazo de su pecho. Mi piel respira su aliento cálido y ubicuo como la brisa marina. Mis manos se deslizan por el hueco de su cintura y se hunden en la profundidad de sus nalgas que semejan rocas cubiertas de algas suaves sumergidas en el fondo del mar.
A la curiosidad y necesidad de conocer a Marcelo, le siguió el imperioso deseo de unirme a él en carne y en espíritu. Me apreté contra él. Quería sentirlo tan cerca como mi propia piel. Romper las últimas fronteras que separaban nuestros cuerpos. La frontera de nuestra epidermis para que su piel fuera mi piel. Que su hálito se confundiera con mi hálito, que mi boca exhalara sus gemidos. Pero antes de que el deseo extinguiera la última pavesa que alumbraba mi razón y dejarme arrastrar hacia la más absoluta de las locuras, mi mente garabateó una rápida composición de lugar y situación. Estábamos en la playa a la vista de los primeros bañistas del día, muchos de ellos acompañados de menores. Marcelo captando al momento mi repentina conciencia de vergüenza me alzó inesperadamente en brazos. Yo hundí mi rostro en su torso sabiendo de antemano adónde me llevaba. Su respirar ya de por sí agitado resollaba en mi oído mientras se alejaba de la playa y su hipnótico murmullo. Empecé a cubrirle de besos cuando ascendía, como yo había anticipado, por el cerro. Besos por la piel delicada de su cuello, besos en su hombro, su tórax pétreo y erizado por el sobreesfuerzo y la excitación. Besos, un océano de besos en su boca exhausta pero insaciable y jugosa.
Una vez en lo alto del cerro, recorrió con dificultad los últimos cincuenta metros. Después agachándose se dispuso a entrar conmigo en brazos en la cueva que de niños nos servía de refugio y lugar de juego. Por mucho cuidado y atención que puso en el empeño, mi pie izquierdo rozó la pared rasposa de la roca. Me quejé riendo y él tambaleante e hilarante estuvo a punto de dejarme caer de bruces.
Me recuesta sobre la tierra batida y me besa mirándome a los ojos bajo la tenue e íntima luz que se cuela por la recoleta gruta. Sus besos son tranquilos, sensuales, exploradores, intensos. Yo me impregno poco a poco de sus labios, de la textura suave y húmeda de su piel, su sabor, su olor a sudor y mar salada. Me recreo en su labio inferior, viajo de una comisura a otra, sintiendo el calor, el fuego de toda la superficie de su piel entregada, inflamada por el deseo y el amor. Las yemas de mis dedos delinean el contorno de su boca exuberante, recorren tranquilas cada una de las líneas verticales que la franquean, rastrean con deleite todos los caminos que confluyen en su boca, esa fuente y sumidero inagotable de placer y regocijo. Y luego lo beso con extrema dulzura asiéndolo por el mentón, acercándolo un poco más hacia mí. Acoto y sello el perfil de su boca, sus labios, los caminos trazados, recién aprendidos por mis dedos. Rozo su perilla y un estremecimiento me incita, me apremia a besarlo con más ímpetu, imperativamente.
Lo miro durante un instante sobrexcitada, enfebrecida por su contacto tan próximo, por mi sed desbocada, por el deseo quemando en sus ojos. Y él sin dejar de mirarme, se desprende de su camiseta, la dobla y solícito y amoroso me la coloca como almohada. Se reclina y siento su olor sobre mí, su torso resplandeciente, sudoroso y bello mientras se acomoda en mi cadera, en la cavidad de mi vientre. Lo abrazo y le acaricio la espalda, el hueco bien definido y firme de su cintura. Mis manos después se dirigen decididas hacia las suaves y sólidas mesetas de sus nalgas y masajean su redondez. Noto cómo su deseo va creciendo bajo mi abdomen. Me muestro confiada, libre para amarle sin ataduras, sin tapujos. Porque este encuentro y los tres sucesivos que tendríamos para mí son mucho más que meros escarceos. Marcelo transciende lo meramente físico. Es carne y espíritu.
Marcelo residía en Alicante y viajaba mucho por España y el extranjero impartiendo conferencias sobre arqueología submarina. Precisamente el sábado siguiente partía para Gijón. Una lástima porque aparte del placer que compartimos, sabía que de un modo u otro había amado a ese hombre desde el día, ya lejano, que lo sorprendí espiándome. Desde aquella tarde que nos despedimos me acompañaría la sospecha de que los sueños, en caso de materializarse, sólo se cumplen una vez. Que el deseo se hace carne y espíritu una vez en la vida. Porque en medio de las promesas románticas que declaramos al viento y al oleaje, tuve el pálpito de que tardaríamos muchos años en volvernos a ver de nuevo. Pero supe que nunca olvidaría lo que vivimos juntos aquel verano, que la voluntad de mi memoria se rebelaría contra las leyes inexorables del tiempo, ese tiempo que al devenir pasado se proclama olvidadizo, se rebela siempre fugitivo, huero como el interior de mis conchas y esas piedras que se empeñan en deshacerse y desaparecer un día definitivamente.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)
El príncipe feliz